¿Quién te enseñó que sentir era un problema?
No sé en qué momento exacto aprendí que mostrar lo que sentía era peligroso. Pero recuerdo claramente la primera vez que me tragué una emoción para no incomodar.
Tenía unos siete años. Había perdido mi pulsera favorita, una de esas de cuencas de colores que yo misma había armado con horas de dedicación, y cuando me di cuenta, sentí que algo en mí se rompía. Me senté en el piso a llorar, desconsolada. Era más que una pulsera. Era “mi tesoro”. Mi manera de llevar algo mío, algo bonito, algo especial.
Mi mamá me miró desde la cocina y dijo, sin levantar la voz pero con una mezcla de fastidio y cansancio:
“Melanie, basta. No hagás un drama por eso. No vale la pena.”
Y yo dejé de llorar. No porque el dolor se hubiera ido, sino porque entendí el mensaje: lo que siento molesta. Lo que me duele no es importante. Mostrarlo me hace débil. Inmadura. Exagerada. Dramática.
Y así, con esa pequeña renuncia emocional, comencé a ensayar el personaje de la niña fuerte. La que no se queja. La que no interrumpe. La que no molesta.
Esa niña, con el tiempo, se convirtió en una mujer líder. Eficiente. Estratégica. Admirada.
Pero también cansada de fingir que todo está siempre bien.
Cuando el disfraz ya no te protege, te encarcela
Años después, ya siendo parte de un comité ejecutivo, se me quebró la voz hablando de algo que sí importaba. Dije: “me preocupa que el equipo esté agotado y no lo estemos viendo”. No lloré. No grité. Solo hablé desde un lugar sincero.
Y bastó ese temblor en mi voz para que la sala se congelara. Silencio. Incomodidad. Miradas que evitaban encontrarse. Alguien retomó la agenda como si nada hubiera pasado.
Esa noche, me repetí la misma frase antigua que me había enseñado a esconderme: “no hagás un drama”. Me sentí expuesta. Ingenua. Inapropiada.
No fue lo que los demás dijeron lo que me dolió. Fue lo que yo no me permití sentir: que había hecho lo correcto. Que mostrarse vulnerable no es un error.
El precio emocional del control
Desde niños nos entrenan, a veces con amor desinformado, a minimizar lo que sentimos para no incomodar a los demás. Y llevamos ese patrón: el de no fallar, no llorar, no decepcionar, al trabajo, al liderazgo, a la vida adulta.
Nos volvemos expertos en control. En contención. En compostura.
Y sí, a veces funciona. Hasta que deja de funcionar.
El control no es gratis. Nos cobra en forma de agotamiento, rigidez, distancia. Nos vuelve menos espontáneos. Menos empáticos. Y, paradójicamente, menos confiables. Porque los seres humanos no confiamos en máscaras pulidas. Confiamos en presencias reales.
Lo que se rompe cuando no te quiebras
He acompañado a líderes que han construido carreras enteras sobre la premisa de no mostrarse débiles. Que han sido fuertes por contrato, no por convicción.
Una ejecutiva me dijo una vez en una sesión de coaching: “He llorado sola en mi carro y el baño más veces de las que puedo contar. Pero nunca frente a mi equipo. No puedo darme ese lujo.”
Le pregunté: “¿Y cuánto te ha costado ese lujo?”
Guardó silencio.
Cuando nos negamos a expresar lo que sentimos, no lo eliminamos. Lo reprimimos. Y lo reprimido encuentra su salida: en el cuerpo, en los vínculos, en decisiones que no entendemos pero que nos drenan.
La paradoja es esta: cuanto más te controlas para parecer fuerte, más te alejas de tu verdadero poder.
Vulnerabilidad encarnada:
la madurez de quien ya no se esconde
Brené Brown lo repite con claridad: la vulnerabilidad no es debilidad. Es riesgo emocional, incertidumbre y exposición.
Pero no toda exposición es vulnerable. Y no toda vulnerabilidad inspira. La clave está en encarnar.
Encarnar es mostrarte sin dramatismo, pero con verdad. Es decir “esto me importa” aunque tiembles. Es llorar si hay que llorar, sin pedir perdón por sentir. Es decir “no sé” sin perder autoridad. Es dejar de temerle al juicio que alguna vez te hizo esconder tu humanidad.
Fred Kofman decía: “La grandeza de un líder no está en su invulnerabilidad, sino en su integridad.” Y esa integridad, en mi caso, comenzó el día que dejé de avergonzarme por sentir. No hace mucho tiempo, debo confesar.
El día que entendí que la niña a la que le dijeron “no hagas un drama”, ahora podía sostenerse a sí misma, y sostener a otros, con empatía, desde su verdad.
¿Y si mostrarte fuera tu ventaja más humana?
En Matríztica lo vemos siempre: cuando un líder se muestra auténtico, todo el sistema respira distinto.
Los equipos no necesitan jefes perfectos. Necesitan líderes presentes. No seres inquebrantables, sino humanos conscientes.
No es que ahora ando llorando en todas mis reuniones o mis relaciones. Pero ya no me escondo. Y cuando se me quiebra la voz, la dejo quebrarse. Porque si algo aprendí en este camino, es que no se trata de ser impecable. Se trata de ser íntegra. Humana. Y viva.
La niña que fui, la que escondía su emoción para no molestar, ya no necesita protección. Hoy, esa niña se volvió mujer. Y no le tiene miedo a su sensibilidad.
Y tú,
¿A qué emoción le estás diciendo “no hagas un drama”?
¿Cuándo fue la primera vez que apagaste tu emoción para sentirte seguro?
¿Qué creencia se instaló ahí, en esa experiencia?
¿Qué beneficio creíste que tenía esconderte? ¿Y cuánto te ha costado?
Melanie Azurdia Schaart
Creo en un nuevo paradigma de liderazgo: uno donde la humanidad, la coherencia y la conciencia
ya no son opcionales, sino la base de cualquier transformación real.
He acompañado a empresas, líderes y equipos en procesos de cambio profundo.
No desde la teoría, sino desde la experiencia encarnada.
Sé que lo cultural no se impone; se habita.
Sé que los grandes resultados no nacen de estructuras rígidas, sino de personas enraizadas y seguras emocionalmente.
Trabajo para crear espacios donde se pueda hablar con verdad.
Donde el silencio sea tan valioso como la estrategia.
Donde las personas se reencuentran con lo que realmente importa.
No acompaño para resolver. Acompaño para revelar.
No diseño procesos para cumplir. Diseño experiencias que transforman.
No me interesa el protagonismo. Me interesa el impacto real.
Mi trabajo es unir lo visible con lo invisible.
Lo humano con lo sistémico.
Lo tangible con lo esencial.
La niña fuerte no necesitaba ayuda. La líder sí.
Renunciar puede ser un gran acto de coherencia